lunes, 18 de julio de 2011

ANIVERSARIOS

ANIVERSARIOS



Hoy es un día especial.  Este 18 de julio, día de san Federico, cumplo tres años de haber vuelto a nacer bajo el cielo de  Granada. Con esta nueva vida que me fue otorgada gracias a la generosidad de una familia que -en uno de los momentos más tristes de su vida- decidió donar los órganos de un ser querido para que yo viviera. Vaya para ellos mi eterno agradecimiento, donde quiera que estén.

Este es un día de celebración, pero sobre todo de gratitud. Gratitud, hacia ese equipo médico que durante más de tres años se encargó -no sólo de salvarme la vida (varias veces)- sino de mantenerme en el punto de equilibrio necesario para ingresar en un quirófano y que, aún hoy, continua con las más estrictas revisiones. Agradecimiento hacia el Servicio Andaluz de Salud y- por supuesto- hacia este país, España, que puso a mi disposición la más alta tecnología de trasplantes y hoy continua dándome todos los medicamentos inmunosupresores que necesito, sin pedirme nada a cambio. Dicen, que se es de donde se nace. Entonces, cómo no sentirme granadina, andaluza y española en esta nueva vida que como todo nacimiento tiene siempre algo de  bautizo y asombro?

Tengo –además-  que festejar otro aniversario. En un día como hoy, hace 27 años, entró en mi vida un ser maravilloso que ha llenado cada uno de estos 9.855 días de amor, felicidad y la más grande de las entregas. Junto a ella he crecido, madurado y aprendido a escalar los días. Me ha enseñado el sentido de la lealtad, la compasión, la serenidad de quien se siente en paz con la vida. Su mano compañera estuvo a mi lado en cada uno de mis infiernos y su fe en mí fue la luz que desterró la sombra desgarradora de la muerte. Nadie me ha cuidado más y harían falta infinidad de páginas para poder describir su nobleza e integridad. Si hubiese que definirla en una sola palabra, sería: verdad.

El número ocho, símbolo del infinito, ha sido muy importante en mi vida. Nací por primera vez –al otro lado del Atlántico- en un año terminado en ocho. Empecé mi andadura en este país,  en otro año terminado en este mismo número. Me fue regalada la vida -por segunda vez-, un 18 del 2008. Y hoy, tres años después, he terminado el primer reto que me he propuesto después de mi operación: la realización de un documental sobre los oficios artesanos de mi calle granadina como proyecto final de un posgrado como Técnico en Audiovisuales. Cierro entonces otro ciclo y vuelvo a sentir en este azul de julio la caricia de otra vida que se abre ante mí.

Por todas estas cosas creo que soy alguien muy afortunado. Contra lo que muchas veces pensé en el pasado y aunque haya alguien a quien le sorprenda, he tenido y tengo mucha suerte. Lo que pasa es que muchas veces trastocamos los valores y no sabemos ver lo importante. Y es que en muchas ocasiones – mucho más de lo que quisiéramos- los árboles nos impiden ver el bosque.



FLAVIA FALQUEZ

Granada, julio de 2011

sábado, 2 de julio de 2011

ES MEJOR NO OLVIDAR ALGUNAS VECES…

ES MEJOR NO OLVIDAR ALGUNAS VECES…





Los seres humanos tendemos, con mucha frecuencia, a olvidar lo que nos ha pasado. Dicen los psicólogos que es una defensa que posee nuestro cerebro para sobrevivir a las grandes pérdidas,  a las experiencias traumáticas. Así es, de lo contrario nos enloquecería el dolor. Tenemos pues, una enorme capacidad para soportar muchas más cosas de las que creemos gracias, precisamente, a esa capacidad de olvidar.

De la misma manera, tendemos a acostumbrarnos a lo cotidiano, a lo que vemos todos los días. Perdemos continuamente nuestra capacidad de ver y admirar. Nos acostumbramos a ser felices, a vivir saludablemente y hasta ver la belleza, lo extraordinario, como algo sin importancia. Esta capacidad de olvido puede ayudar muchas veces a nuestro instinto de supervivencia, pero resulta perjudicial cuando se trata de  recordar las lecciones que nos da la vida.

Yo, por mi parte, he decidido entrenarme en no olvidar lo aprendido, en recordar siempre  la superación de todos los obstáculos que ha puesto frente a mí la vida. También me he prometido no acostumbrarme jamás a la belleza, a lo extraordinario en lo cotidiano. Quiero defender y mantener intacta mi capacidad de asombro.

Es por eso que -al contrario de la mayoría de la gente- me gusta volver cada determinado tiempo al hospital donde me devolvieron la vida. Fue hace tres años, en un verano tórrido como el que ahora golpea mi ventana y si no fuera por los chequeos que debo hacerme tres veces al año, hace tiempo que habría olvidado todo lo que la enfermedad me enseñó.

Es por eso que, cuando llega cada una de la citas anuales con los médicos y vuelvo al hospital a recorrer los pasillos que un día se me hicieron interminables, las escaleras donde aprendí a caminar de nuevo, el laboratorio en el que un día vi extinguirse el futuro bajo el peso de tantas transfusiones o la puerta de la U.C.I (Unidad de Cuidados Intensivos) en la que volví a abrir los ojos bajo este nuevo cielo y otro nacimiento, no puedo dejar de recordar lo pasado y volver a sentir la fuerza, la voluntad que descubrí en mi cuando tuve que plantarle cara a la muerte.

Volver al hospital, sentirme sana bajo el sol de este nuevo verano y enfrentarme a esas otras imágenes de mi, las de la absoluta dependencia, las de la moribunda, las de la lista de espera, me hace valorar aún más lo conquistado, los miedos derrotados, la fuerza recobrada.

Son muchas las lecciones aprendidas y si no volviera a estas citas anuales me ganaría la soberbia cotidiana de quien se acostumbra a saberse sano, olvidaría la precariedad de la vida, la humildad con que debemos vivir cada segundo arrancado al tiempo. Si no volviera, perdería la batalla frente a los problemas cotidianos, cambiaría la perspectiva y volvería a preocuparme –absurdamente- por las más anodinas pequeñeces.

Definitivamente, es mejor no olvidar algunas veces…



Granada, Julio de 2011.